Viajes/ Alma de Lisboa
Alguien dice con
lentitud: / “Lisboa, sabes…”/
Yo sé. Es una
muchacha/ descalza y leve, /
un viento súbito y
claro/
en los
cabellos,/
algunas arrugas
finas acechándole los ojos,/
la soledad
abierta/ en los labios y en los dedos/ desciendo peldaños/
y peldaños/ y
peldaños/ hasta el río./ Yo sé./ Y tú, ¿sabías?
Eugenio de
Andrade
Si yo fuera una ciudad, sería
Lisboa. Pude reconocerme al instante hecha calles y veredas. Los balcones
colgando de la ropa que cuelga de los balcones. Los adoquines en el suelo como
estrellas dormidas. Las persianas abiertas a las sombras internas. El otoño
dorado flotando en el aire. Las farolas, las subidas, la nostalgia. Sobre todo
la nostalgia. Vi en Lisboa una mujer triste con un velo de melancolía y misterio
que me atrapó desde el silencio.
Vi una versión de mi misma que creía
olvidada. Y me enamoré de ese reflejo de casas viejas y lamentos filtrados en
las hendijas. Y la huella no la dejaron mis suelas gastadas, sino que fue a la
inversa: mi alma nueva quedó marcada por estas vías taciturnas y
hermosas.
De mi corazón a mis pies, y de mis pies
hacia mí. La premisa con la que había llegado era perderme bajo el mando de mis
propios pasos. No estaba sedienta de historia ni de mapas. No quería ver lo
que hay que ver en Lisboa, porque algo me decía que toda la ciudad
era un espectáculo silencioso y constante. Mantenerme al margen de fechas y de
datos sería como devolverle la virginidad a mis ojos; permitirles descubrir
aquello que otros ya habían visto hasta el cansancio, con la alegría propia de
quien ve por primera vez. Vedadas entonces las guías de viajeros y las fotos
ajenas. Quería llegar con el cuerpo en blanco para cargarlo de sensaciones.
No sería yo en Lisboa, sino más bien Lisboa en mí.
El primer sitio en que pude encontrarme
en Lisboa fueron los balcones. Siento por ellos una especial atracción, porque
en mí viven miles. Vistos desde afuera, estas ventanas-puertas son como mirillas
pequeñas que develan apenas una parte de un todo interior. Desde adentro, abren
horizontes y revelan misterios. El mundo siempre se ve distinto desde un balcón.
Tal vez por eso, mis primeros recuerdos de Lisboa son mirando hacia arriba.
Hallo un deleite único en aquellas ciudades que le dan al cielo una aparente
ciudadanía. Me gusta confiar en las raíces de mis pies, echar la nuca hacia
atrás y dejar que mis ojos se escapen volando.
La ropa tendida es otro de los
encantos. Encuentro mucho romanticismo en esa privacidad flameante que cuelga de
las ventanas. Por momentos (o por zonas), las sogas parecen prohibidas y los
azulejos que decoran las paredes se adueñan del protagonismo, con una elegancia
soberbia. Pero dos esquinas más allá, la ciudad arroja su intimidad con un
frenesí incontrolable cargado de colores. Aquello mismo que avergonzaría a
los vecinos mostrar en público, pende de las ventanas con total falta de
pudor. Pienso que cada prenda es una suerte de código con que los lisboneses
gritan sus verdades a la población que camina por debajo. ¿Y quién acaso no
tiene esos momentos de sinceridad absoluta y sin reparos? ¿Quién no gritó a los
cuatro vientos, así fuera con metáforas o llaves secretas, aquello que ya no
podía callar en sus adentros?
Lisboa grita sus penas con ropa
tendida. Lo hace con melodías de fados desconsolados como cantos de sirenas; con
graffitis insolentes a la vuelta de la esquina. A veces baja, se arrodilla en el
río y mira al infinito desde Belem, puerto testigo de la partida de sus barcos.
Su reflejo le habla de vidas pasadas que duermen en cada una de sus arrugas y
soledades. Otras, sube sin cansarse a contemplarse desde arriba. No se amarga
por sus paredes descascaradas por el paso del tiempo. Son cicatrices orgullosas
como escudos. Sabe, como yo sé, que su hermosura no resplandece a primera
vista, pero que ahí está para quien quiera encontrarla. Rebasa belleza ese
sórdido aislamiento. La exquisitez es algo para pocos. Tal vez por eso, si yo
fuera una ciudad sería Lisboa, sin las glorias de París ni el desparpajo de
Roma. Prefiero brillos ocultos bajo la sombra que las luces de
antesala.
Hallé en Lisboa a muchas Lauras.
En las esquinas de Alfama sobrevivientes al terremoto de 1775, desenterré los
más estoicos retazos de mis propia historia. Imagino que así como estos
edificios vieron convalecer a sus vecinos-hermanos, mi amor por los viajes
permaneció firme ante el paso de huracanes de cambios. Hoy se lleva la gloria de
ser mi barrio más antiguo. En las ruidosas y cotidianas calles de Mouraria,
sentí saudades de otras vidas, (¿quién no ha deseado, acaso, vivir más de
una?), melancolía desde el deseo de quebrar con la distancia, de acercar aquello
que duele desde lejos, con la temible sospecha de que ya no volverá. Desde
sus ventanas, palabras inentendibles se perdían en el viento, que perfumaban de
aceites los pasillos de lo alto, las sábanas que se mecían como bambalinas del
cielo.
Como podría haber imaginado de
antemano, mis días en Lisboa me supieron a poco. No quise irme, y prometí a
volver. El tiempo es volátil cuando los pies no se cansan, cuando los ojos
quedan fijos ante el resplandor. La lluvia furiosa me dio la despedida. Puede
que tal vez yo también llorara para mis adentros.
Laura Lazzarino
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